Por:
Dr. Ignacio M. Soba Bracesco
Más que en el lenguaje especializado –técnico/científico- que vierte un experto en el proceso, hay ocasiones en las que el Juez construye la argumentación acerca de determinados enunciados fácticos mediante un lenguaje basado en el sentido común o la experiencia.
Contrariamente a lo que puede parecer en un comienzo, el llamado sentido común determina el razonamiento judicial.
Quizás ello resulte asombroso pues, como dice Taruffo, intuitivamente se puede pensar que el razonamiento que se concreta en la decisión judicial es intrínseca y esencialmente “jurídico”, pero ello no es así.[1]
Se trata “…de un razonamiento estructuralmente complejo y heterogéneo, en el cual se encuentran y se entrelazan diversas dimensiones lógicas, lingüísticas, cognoscitivas y argumentativas.”.[2]
Situando el problema, expresa con claridad el profesor italiano que la verdadera cuestión no es negar o demostrar que el Juez “vaya más allá” del derecho: “Que esto sucede es obvio, el derecho no puede ser concebido como algo autónomo y separado de la realidad social y de la cultura dentro de la cual el Juez opera…”.
El verdadero problema, en cambio, es comprender y determinar las garantías de racionalidad y de razonabilidad, de aceptabilidad y de controlabilidad de aquellos numerosos aspectos de la decisión judicial que –precisamente- no son ni directa ni indirectamente controlados o determinados por el derecho.[3]-[4]
Claro que, en ocasiones, resulta prácticamente imposible resolver una controversia sin el conocimiento técnico o especializado que es necesario incorporar al proceso y así se debería reconocer y aceptar por los distintos operadores jurídicos. En esos casos, el recurso al sentido común y también a las reglas de la experiencia se ve minimizado.[5] Sin embargo, no por ello se debe prescindir del análisis de su incidencia y utilidad práctica.
Lo que sí es digno de destacar, desde un enfoque de garantías signado por el debido proceso, es que se debería poder conocer más acerca de la utilización de estas herramientas argumentativas en el discurso judicial. Sólo de esa forma se puede facilitar el control de las decisiones permitiendo a los operadores señalar las eventuales falencias del convencimiento.
Sea de donde sea que proviene el motivo o fundamento, se entiende esencial insistir en la necesidad de su explicitación en pos de la transparencia y control de la decisión.
Dicha necesidad se ve incrementada cuando se recurre por parte del Juez a las nociones de sentido común y experiencia (por su carácter difuso e incierto), si lo que se pretende es lograr un examen crítico de las decisiones.
Citando la doctrina vernácula[6], se puede expresar que la exigencia de la motivación, complementada con el principio de publicidad (Código General del Proceso, arts. 7, 140, 184,197), asegura el conocimiento de las razones que tuvo en cuenta el magistrado para adoptar su decisión y, en ese sentido, constituye una garantía de control del ejercicio de la función jurisdiccional por la colectividad. Se constituye así en un resguardo contra la arbitrariedad.
Es importante el punto, en especial, si se acepta el derecho de los justiciables a exigir una sentencia adecuadamente fundada. Esto es, no cualquier fundamentación, sino una fundamentación que sea suficiente, completa, consistente, crítica, coherente, precisa, etc.
Es que no es lo mismo sustentar argumentativamente la prueba o justificación del enunciado fáctico en el sentido común o en la experiencia que en el conocimiento técnico-científico incorporado (o que se ha debido incorporar) al proceso mediante la prueba de tipo pericial.
Más que en el lenguaje especializado –técnico/científico- que vierte un experto en el proceso, hay ocasiones en las que el Juez construye la argumentación acerca de determinados enunciados fácticos mediante un lenguaje basado en el sentido común o la experiencia.
Contrariamente a lo que puede parecer en un comienzo, el llamado sentido común determina el razonamiento judicial.
Quizás ello resulte asombroso pues, como dice Taruffo, intuitivamente se puede pensar que el razonamiento que se concreta en la decisión judicial es intrínseca y esencialmente “jurídico”, pero ello no es así.[1]
Se trata “…de un razonamiento estructuralmente complejo y heterogéneo, en el cual se encuentran y se entrelazan diversas dimensiones lógicas, lingüísticas, cognoscitivas y argumentativas.”.[2]
Situando el problema, expresa con claridad el profesor italiano que la verdadera cuestión no es negar o demostrar que el Juez “vaya más allá” del derecho: “Que esto sucede es obvio, el derecho no puede ser concebido como algo autónomo y separado de la realidad social y de la cultura dentro de la cual el Juez opera…”.
El verdadero problema, en cambio, es comprender y determinar las garantías de racionalidad y de razonabilidad, de aceptabilidad y de controlabilidad de aquellos numerosos aspectos de la decisión judicial que –precisamente- no son ni directa ni indirectamente controlados o determinados por el derecho.[3]-[4]
Claro que, en ocasiones, resulta prácticamente imposible resolver una controversia sin el conocimiento técnico o especializado que es necesario incorporar al proceso y así se debería reconocer y aceptar por los distintos operadores jurídicos. En esos casos, el recurso al sentido común y también a las reglas de la experiencia se ve minimizado.[5] Sin embargo, no por ello se debe prescindir del análisis de su incidencia y utilidad práctica.
Lo que sí es digno de destacar, desde un enfoque de garantías signado por el debido proceso, es que se debería poder conocer más acerca de la utilización de estas herramientas argumentativas en el discurso judicial. Sólo de esa forma se puede facilitar el control de las decisiones permitiendo a los operadores señalar las eventuales falencias del convencimiento.
Sea de donde sea que proviene el motivo o fundamento, se entiende esencial insistir en la necesidad de su explicitación en pos de la transparencia y control de la decisión.
Dicha necesidad se ve incrementada cuando se recurre por parte del Juez a las nociones de sentido común y experiencia (por su carácter difuso e incierto), si lo que se pretende es lograr un examen crítico de las decisiones.
Citando la doctrina vernácula[6], se puede expresar que la exigencia de la motivación, complementada con el principio de publicidad (Código General del Proceso, arts. 7, 140, 184,197), asegura el conocimiento de las razones que tuvo en cuenta el magistrado para adoptar su decisión y, en ese sentido, constituye una garantía de control del ejercicio de la función jurisdiccional por la colectividad. Se constituye así en un resguardo contra la arbitrariedad.
Es importante el punto, en especial, si se acepta el derecho de los justiciables a exigir una sentencia adecuadamente fundada. Esto es, no cualquier fundamentación, sino una fundamentación que sea suficiente, completa, consistente, crítica, coherente, precisa, etc.
Es que no es lo mismo sustentar argumentativamente la prueba o justificación del enunciado fáctico en el sentido común o en la experiencia que en el conocimiento técnico-científico incorporado (o que se ha debido incorporar) al proceso mediante la prueba de tipo pericial.
VER también:
- La incursión en el conocimiento científico a través de la prueba pericial. Su impacto en la decisión judicial, Revista del Instituto Colombiano de Derecho Procesal, N° 40, 2014), ICDP (publicación de carácter anual, de acceso público-gratuito).
- La introducción del conocimiento científico en el proceso (vía academia.edu)
- La incursión en el conocimiento científico a través de la prueba pericial. Su impacto en la decisión judicial, Revista del Instituto Colombiano de Derecho Procesal, N° 40, 2014), ICDP (publicación de carácter anual, de acceso público-gratuito).
- La introducción del conocimiento científico en el proceso (vía academia.edu)
[1] TARUFFO, M., Sobre las fronteras. Escritos sobre la justicia civil, Temis,
Bogotá, 2006, p. 107.
[2] TARUFFO, M., Sobre las fronteras. Escritos sobre la justicia civil, Temis,
Bogotá, 2006, p. 108.
[3] TARUFFO, M., Sobre las fronteras. Escritos sobre la justicia civil, Temis,
Bogotá, 2006, p. 108.
[4] El autor vincula los conceptos de
sentido común y experiencia señalando que la tentativa más relevante de
racionalizar el recurso al sentido común en el contexto del razonamiento
probatorio se da a partir de la obra de Stein sobre el conocimiento privado del
juez y la utilización del mismo por Carnelutti, mediante la elaboración del
concepto de “máxima de experiencia”. Se trata de una regla general derivada por
vía inductiva de la experiencia de id
quod plerumque accidit (lo que normalmente acaece). Véase, TARUFFO, M., Sobre las fronteras. Escritos sobre la
justicia civil, Temis, Bogotá, 2006, pp. 285 y 310-313. Precisamente, el
Código General del Proceso, en su art. 141 establece: “Regla de experiencia.- A
falta de reglas legales expresas, para inferir del hecho conocido el hecho a
probar, el tribunal aplicará las reglas de la experiencia común extraídas de la
observación de lo que normalmente acaece.”. En similar sentido, véase art. 131
del Código Procesal Civil Modelo para Iberoamérica (CPCMI).
[5] A modo ilustrativo, indica Teubner que de manera particular los
conflictos jurídicos en el área de Derecho del medio ambiente requieren un gran
conocimiento técnico y científico aparte del proveniente del mundo jurídico.
Allí se muestra hasta qué punto las decisiones jurídicas tienen que basarse en
una valoración específicamente jurídica de las controversias científicas, o ser
tomadas –sin guía alguna- en función de los resultados científicos. Cfr., TEUBNER, G., “El
Derecho como sujeto epistémico: hacia una epistemología constructivista del
Derecho”, en Doxa: Cuadernos de Filosofía
del Derecho, N° 25, 2002,
, p. 561.
[6] Véase para un
desarrollo más amplio del tema, así como para un detalle de las referencias bibliográficas
en ese punto: SOBA BRACESCO, I., “La fundamentación de las sentencias como
garantía. Una forma de contribuir a la tutela jurisdiccional efectiva y a la
predicción de las decisiones de los tribunales”, en Revista La Ley Uruguay, Año IV, Nº 2, 2011, La Ley Uruguay,
Montevideo-Buenos Aires, pp. 160-173.