El sistema de justicia, a nivel internacional (en mayor o menor medida según las posibilidades locales), se ha volcado a lo digital. Y son muchas las decisiones vinculadas a la tecnología y a lo digital que tienen que tomar a diario por quienes dirigen desde el punto de vista administrativo-institucional el sistema de justicia. [1]
El funcionamiento
de la oficina judicial y la sustanciación de los procesos jurisdiccionales se
vincula, cada vez más, con el entorno y la infraestructura digital. Se abandona
la tramitación del expediente físico, en papel, propia de la administración de
justicia hasta el siglo veinte, y con ello se abandonan algunos riesgos,
mientras otros aparecen.
Muchos datos e
información -alguna sumamente valiosa- de los jueces, litigantes, fiscales,
defensores, auxiliares del tribunal, funcionarios, etc., son registrados,
sistematizados, tratados en bases de datos de tipo electrónico, que cuentan con
distintos niveles de seguridad. No se puede desaprovechar la oportunidad de resguardar
debidamente esos activos, que en ocasiones resultan muy apetecibles. Hay que
aprovechar la oportunidad de que, en gran medida, los desafíos que provocan las
ciberamenazas y los ciberataques recién comienzan (en términos históricos, se
podría decir que llevan sólo algunas décadas). Son desafíos que, como sostengo
en un artículo de próxima publicación, pueden adquirir ribetes particulares en los sistemas
de justicia (en donde han comenzado a visualizarse con mayor frecuencia).
Se espera o aspira
que el sistema de justicia sea previsible, brinde seguridad jurídica y
confianza desde el punto de vista institucional. Si el servicio de justicia no ofrece
estos atributos, su legitimidad probablemente sea cuestionada.
En el plano
digital sucede algo similar: se requiere previsibilidad y confianza a la hora
de interactuar digitalmente y se necesita proteger la infraestructura y datos
mediante estrategias de ciberseguridad.[2]
No es extraño
entonces que desde hace algún tiempo se haya comenzado a hablar y reflexionar
también por los juristas acerca de un derecho y un deber relacionado con la
ciberseguridad.
Tal como se plasma
en el punto VI de la Carta de Derechos Digitales (2021) española, toda persona
tiene derecho a que los sistemas digitales de información que utilice para su
actividad personal, profesional o social, o que traten sus datos o le presten
servicios, posean las medidas de seguridad adecuadas que permitan garantizar la
integridad, confidencialidad, disponibilidad, resiliencia y autenticidad de la
información tratada y la disponibilidad de los servicios prestados. Si bien la
Carta no tiene carácter normativo vinculante, sirve como uno de los estándares
de referencia en la materia, al cual se aspira -en ese caso- que el Gobierno
español se ciña, adoptando las disposiciones oportunas en el ámbito de sus
competencias, para garantizar la efectividad de lo dispuesto en la propia Carta.
Además, en el
citado punto VI se añade que los poderes públicos -y esto entiendo es
perfectamente aplicable a la administración del sistema de justicia (el punto
XXVII de la Carta agrega que se promoverá la garantía de los derechos
reconocidos en la misma, en el marco de las relaciones con la Administración de
Justicia)- tienen el deber de velar por la ciberseguridad, de modo proporcional
a los riesgos a los que se esté expuesto en cada caso.
Por su parte, la Directiva 2016/1148, del Parlamento Europeo y del
Consejo, de 6 de julio de 2016, sobre medidas destinadas a garantizar un
elevado nivel común de seguridad de las redes y sistemas de información en la
Unión, también refiere expresamente a que los Estados miembros velarán por el
cumplimiento de distintas medidas en lo que tiene que ver con la
ciberseguridad.[3]
Este velar si bien se puede catalogar como una obligación de medios desde
el punto de vista institucional (no directamente garantizar un resultado
concreto), es un deber particularmente intenso, puntual y expreso en lo que
refiere a la ciberseguridad. No es una expresión genérica, de mero deseo y/o
programática, que conlleve asumir una actitud pasiva ante el tema, sino que
implica -a mi criterio- ocuparse frontalmente de la ciberseguridad, para que el
derecho digital en cuestión (que aquí propongo relaciona con el sistema de
justicia) no quede en una mera enunciación lingüística.
Es, en definitiva, un velar que puede ser fuente de responsabilidad de la
administración cuando las garantías en materia de ciberseguridad no sean
satisfechas, o cuando se produzca el funcionamiento anormal del servicio de
justicia. Este piso que marca la Carta de Derechos Digitales española considero
que es un buen comienzo para reflexionar sobre el tema a nivel comparado.
Estamos ante un
tema prioritario. Los sistemas de justicia no pueden permanecer omisos en
materia de ciberseguridad. Por el contrario, tienen que asumir una actitud
activa en un asunto de alta prioridad en la agenda pública y digital. [4]
Quienes toman decisiones se tienen que ocupar de entender las necesidades que
genera la ciberseguridad desde el punto de vista institucional y velar por la
misma, actuando pronta y decididamente.
Los sistemas de
justicia no pueden desaprovechar la oportunidad de aprovechar la oportunidad.
Se hizo mucho, pero queda mucho por hacer (todo en un marco de permanente
cambio, de constante evaluación y diagnóstico, de necesidad de adopción de
medidas concretas). Permanecer omisos en materia de ciberseguridad es -y creo
que existe unanimidad de pareceres al respecto- extremadamente peligroso… y
puede serlo cada vez más.
La administración
de justicia tiene que asumir una actitud activa para prevenir y para saber cómo
reaccionar tanto a nivel macro o estructural, como a nivel de los procesos
concretos. Se deberá atender incluso detalles más elementales, como los de cómo
se comunicará el Poder Judicial con sus usuarios y con la ciudadanía si todos
sus canales digitales se han visto atacados.
Las amenazas a la
seguridad, desde el punto de vista informático, son un ya un desafío global (no
siendo la excepción la administración de justicia, como tampoco las firmas de
abogados y abogadas). Es necesario conocer el escenario (hacer diagnósticos,
auditorías) y planificar la actuación en materia de ciberseguridad de los
próximos años. Probablemente haya mucho por pensar y por construir.[5]
Pero esto no es
todo, la ciberseguridad será también un tema recurrente en las decisiones
jurisdiccionales de los próximos años. Incluso, algunos de estos problemas que
se tendrán que enfrentar por las y los jueces en cuestiones de seguridad
cibernética puede que sean muy difíciles de imaginar hoy en día (dado el
vertiginoso avance de la tecnología, que dentro de unos años cambiará la forma
en que hacemos las cosas). El tema estará presente en la agenda de las y los
jueces[6]:
la ciberseguridad será un gran desafío en lo que hace a las discusiones y
debates forenses desde el punto de vista fáctico, probatorio y jurídico.
La ciberseguridad ayuda
a configurar la base que permite ejercer y hacer efectivos otros derechos en el
entorno digital. Sin ciberseguridad, los procesos jurisdiccionales y las
oficinas judiciales en línea tendrían grandes dificultades tanto a nivel macro
-por la pérdida de legitimidad y confianza en el sistema- como a nivel micro,
de cada proceso, por los problemas asociados a filtraciones y brechas en la
reserva de las actuaciones, la pérdida de información y el negocio ilícito con
los datos obtenidos de actuaciones judiciales, las dificultades en el cómputo
de los plazos procesales y las dudas relativas a realización de actos
procesales a raíz de interrupciones en los servicios, etc.
[1] Decisiones que van
desde cuestiones que pueden parecer banales (pero que no lo son tanto) como qué
redes sociales utilizar oficialmente y cómo interactuar en esos espacios
digitales con las personas, hasta cómo diseñar el expediente y la oficina
digital, qué reconocimiento darle a la resolución de conflictos en línea (ODR),
a la inteligencia artificial, etc.
[2] El Reglamento de la
Unión Europea 2019/881, define -en su art. 2- la ciberseguridad como «todas las
actividades necesarias para la protección de las redes y sistemas de
información, de los usuarios de tales sistemas y de otras personas afectadas
por las ciberamenazas». Ciberamenzas, en tanto, se considera «cualquier situación
potencial, hecho o acción que pueda dañar, perturbar o afectar
desfavorablemente de otra manera las redes y los sistemas de información, a los
usuarios de tales sistemas y a otras personas». La Directiva de la Unión
Europea 2016/1148, por su parte, define seguridad de las redes y sistemas de
información, como «la capacidad de las redes y sistemas de información de
resistir, con un nivel determinado de fiabilidad, toda acción que comprometa la
disponibilidad, autenticidad, integridad o confidencialidad de los datos
almacenados, transmitidos o tratados, o los servicios correspondientes
ofrecidos por tales redes y sistemas de información o accesibles a través de
ellos» (art. 4 n° 2).
[3] Se pretende que los
Estados miembros velen por que los proveedores de servicios digitales adopten
medidas para prevenir y reducir al mínimo el impacto de los incidentes que
afectan a la seguridad de sus redes y sistemas de información en ciertos
servicios que se ofrecen en la Unión, a fin de garantizar la continuidad de
dichos servicios. También se busca que los Estados miembros velen por que las
autoridades competentes, los Equipos de respuesta a incidentes de seguridad
informática (CSIRT), los puntos de contacto únicos dispongan de recursos
adecuados para ejercer las funciones que les son asignadas de forma efectiva y
eficiente y cumplir así los objetivos previstos en la Directiva (véase, a modo
de ejemplo, arts. 9, 10, 14, 15 y 16 de la citada Directiva 2016/1148).
[4] Así ha quedado
demostrado, por ejemplo, en la Carta enviada al Congreso por la Directora de la
Administrative Office of the United States Courts (2022), de los Estados
Unidos. Allí se consigna, entre otras cosas, que un sistema modernizado
mejorará significativamente nuestra postura de ciberseguridad y beneficiará no
sólo a los tribunales, sino también a los litigantes y al público que quiere
acceder a los expedientes judiciales.
[5] Por ejemplo, a nivel de
las instituciones y organismos de la Unión Europea relevados para el informe de
auditoría elaborado en el 2022 por el Tribunal de Cuentas europeo, se constató
que solo el 58 % de las instituciones y organismos considerados (38 de 65)
cuenta con una estrategia de seguridad informática o, como mínimo, un plan de
seguridad informática aprobado por el consejo o por el equipo de alta
dirección.
[6] Así se plantea por
Marks, en Breyer’s Supreme Court replacement will face a hefty cyber docket
(nota del 28 de enero de 2022, publicada en el Washington Post), en la
que se analiza los casos que tendrá que resolver la nueva integración de la
Suprema Corte de los Estados Unidos, vinculados a temas de ciberseguridad,
responsabilidad empresarial, comercio electrónico y consumidores, protección de
datos, etc.