I) Evidencia y prueba
¿Es lo mismo diligenciar "prueba" en un procedimiento administrativo que en un proceso jurisdiccional?
En una investigación de 2021, a la que pueden acceder aquí, les propongo distinguir entre los elementos de juicio que se integran a los procedimientos administrativos (esto es, aquellos que tienen lugar ante órganos de la administración), de aquellos que son pruebas en un proceso jurisdiccional (que se tramita, obviamente, ante un órgano de esa naturaleza). Los primeros se podrían catalogar de evidencias, los segundos de prueba.
La distinción se justifica en que las decisiones acerca de la inclusión y exclusión de las evidencias, así como la valoración de las mismas, son llevadas a cabo por funcionarios de órganos de la administración que, si bien pueden contar con autonomía técnica y ser imparciales desde el punto de vista administrativo, carecen de independencia e imparcialidad en sentido fuerte (esto es, en sentido jurisdiccional).
La imparcialidad administrativa tiene un trasfondo diferente a la jurisdiccional, lo que puede hacer más patentes ciertos sesgos.
A continuación, algunas conclusiones:
1) Cabe extender a las evidencias en el procedimiento administrativo ciertas pautas o reglas que son particularmente trascendentes en el ámbito jurisdiccional. A modo de ejemplo, en lo que refiere a la conformación del cúmulo de evidencias, se entiende razonable atender al principio o regla proepistémico de admisibilidad de todos los elementos de juicio relevantes. La decisión administrativa de inclusión o exclusión de elementos de juicio o evidencia puede seguir parámetros similares a las del proceso jurisdiccional (por ejemplo, para rechazar prueba ilícita, manifiestamente impertinente, inconducente, etc.), sin embargo, es una decisión adoptada sin imparcialidad (en el sentido de imparcialidad jurisdiccional).
2) La verdadera garantía probatoria, desde el punto de vista institucional (independencia, imparcialidad -en sentido fuerte- y separación de poderes mediante), se da en el ámbito jurisdiccional. Ha expresado la Corte Interamericana de Derechos Humanos , que "…existe una revisión judicial suficiente cuando el órgano judicial examina todos los alegatos y argumentos sometidos a su conocimiento sobre la decisión del órgano administrativo, sin declinar su competencia al resolverlos o al determinar los hechos. Por el contrario, esta Corte estima que no hay una revisión judicial si el órgano judicial está impedido de determinar el objeto principal de la controversia, como por ejemplo sucede en casos en que se considera limitado por las determinaciones fácticas o jurídicas realizadas por el órgano administrativo que hubieran sido decisivas en la resolución del caso" (Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso Barbani Duarte y otros vs. Uruguay, sentencia de 13 de octubre de 2011, párr. 204).
3) La actitud del administrado en el procedimiento administrativo no condiciona el ofrecimiento de prueba que este pueda efectuar como parte en el proceso jurisdiccional. No hay acto propio ni preclusión que lo avale si se considera el acceso a la tutela jurisdiccional efectiva. El diseño institucional debe ofrecer, en algún momento y ante algún órgano jurisdiccional (judicial o no), la oportunidad de que las personas planteen el problema que tienen con la administración de modo tal que la determinación de la quaestio facti, el juicio sobre hechos y/o los razonamientos probatorios que correspondan, sean llevados a cabo por órganos independientes e imparciales (nuevamente, en sentido fuerte, de imparcialidad jurisdiccional).
II) El auge de los protocolos y la prueba
Los protocolos se encuentran en un momento de apogeo, o al menos eso es lo que surge de su utilización en diversas áreas de actividad. Los protocolos condensan, apriorísticamente (a partir de diagnósticos, experiencias, evidencias de distinta índole), lo que son ciertas pautas, procedimientos o guías de conducta dirigidas a cierto núcleo de personas. Hay que hacer un esfuerzo por entender qué son los protocolos, su eficacia jurídica, sus bondades, desventajas o limitaciones. Las respuestas a estas preguntas podrían, eventualmente, tener relevancia en la aplicación de oficio de los protocolos a través del principio o regla del iura novit curia (lo que en principio se descarta).
También hay que recabar información acerca de cuál es el anclaje teórico de los protocolos, su base empírica, su respaldo en la comunidad científica o técnica, etc. (algo similar a lo que sucede con la prueba científica o pericial, en lo que hace al control de admisibilidad o a la valoración de la prueba, según los casos). Estas cuestiones de índole fáctico podrían requerir el diligenciamiento de prueba. La mera existencia de un protocolo no es suficiente, sin más. Puede que sea necesario ofrecer y producir prueba documental, testimonial, pericial, etc. acerca de la existencia, aplicación, calidad técnica del protocolo (entre otros puntos que pueden llegar a ser relevantes para el objeto del proceso).
A partir de allí, una vez que se abandona una actitud acrítica y se conoce más a los protocolos que se pretenden utilizar, hay que analizar su eventual relevancia en el plano jurídico. Ajustarse a lo pautado en un protocolo no es sinónimo de actuar -en el caso concreto- conforme a la lex artis o cumplir con ciertos estándares; en tanto que, incumplir un protocolo no es sinónimo de falta de diligencia, de mala praxis o de responsabilidad.
Luego, la consagración de presunciones o de reglas especiales sobre carga de la prueba, a partir de la existencia de protocolos, no sería más que una decisión de política legislativa con una base empírica dudosa. Claro que en ciertas ocasiones el legislador puede tomar estas decisiones, para plasmar facilitaciones probatorias o priorizaciones de tipo político. Sin embargo, como muchas otras cuestiones que se plantean en términos de política legislativa, esto puede ser discutible. La formalización de protocolos no puede limitar uno de los objetivos institucionales del proceso jurisdiccional: el desarrollar la actividad probatoria de modo de conocer, investigar o averiguar la verdad.
Desde el punto de vista jurídico, el cumplimiento de protocolos, órdenes técnicas o guías de actuación puede aparejar una sensación de mayor tranquilidad o aumento en la seguridad (ante eventuales reclamaciones); pero no es suficiente para extraer de los mismos la conclusión de que se ha actuado legítimamente, de que se han tomado medidas suficientes para prevenir determinados ilícitos, etc. No se puede identificar, sin más, protocolos con lex artis ad-hoc, con diligencia debida o con legitimidad del actuar.
En cualquier caso, la aparición en el proceso de un protocolo, por la vía de los hechos, podría terminar significando un mayor esfuerzo probatorio para la parte actora o demandante, que tiene que cuestionar el protocolo o su aplicación al caso, además de probar -por ejemplo- la existencia del acoso o la infracción de la lex artis.
Por cierto, si efectivamente se estableciera una presunción de legitimidad o una regla especial de carga de la prueba por el mero hecho de existir y haberse cumplido con un protocolo, en la práctica se podría alivianar el esfuerzo probatorio de los sujetos demandados en el proceso, al mismo tiempo que podría significar dificultades extras para las víctimas o reclamantes respecto de la acreditación de los elementos configuradores de la responsabilidad del sujeto al que se le atribuye el daño o la responsabilidad.
En definitiva, un protocolo podría terminar convirtiéndose (para quien tiene que juzgar la cuestión de fondo), en un argumento facilitador y orientativo -aunque no siempre muy riguroso- para el razonamiento probatorio.
La invasión de los protocolos y su incidencia en una gama muy diversa de relaciones jurídicas hace que haya que continuar debatiendo acerca de su diseño, su aplicación y su relevancia jurídica y probatoria en los procesos jurisdiccionales.
Mi investigación acerca de la relevancia probatoria de los protocolos se encuentra en artículos -a la fecha- en vías de publicación.