I) Con relación al primer punto, creo que en el siglo XXI los Códigos continúan siendo una herramienta legislativa poderosa. Quizás no tanto como en épocas de la codificación del siglo XIX, pero aún tienen sus ventajas.
En 2014 no se desaprovechó la oportunidad de aprovechar la oportunidad... Y se aprobó el Código. En 2017 no se desaprovechó la oportunidad de ponerlo en vigencia… Y no es fácil aprobar y poner en vigencia a los Códigos.
Luego se introdujeron muchas modificaciones. El Código ha tenido aprox. unas 110 modificaciones posteriores que han alterado su redacción original. Por su parte, al día de hoy tenemos unos 75 artículos que son fruto de la redacción dada por las sucesivas leyes modificativas.
Perfeccionar la redacción del Código, mejorar la técnica legislativa, lograr más coherencia, consistencia y simplicidad procesal (en definitiva, mayor racionalidad) es algo loable.
Sin embargo, esa búsqueda no puede ni debe obviar que los Códigos «perfectos», por llamarle de alguna manera, no existen.
Parafraseando a Couture, no existen en el sentido de una «arquitectura» perfecta ni siquiera al día de su promulgación. Son más bien la ilusión de una arquitectura.
Hay que recordar que no podemos identificar la idea de Código con la de sistema procesal penal, ni al sistema procesal penal sólo con la ley (en el proceso penal hay un fuerte diálogo entre una pluralidad de fuentes: fundamentalmente, con reglas constitucionales y provenientes de instrumentos internacionales de derechos humanos). Ahora bien, a nivel legal el tejido normativo circundante en el cual se insertan los Códigos del siglo veintiuno, y que es distinto al de los siglos diecinueve y veinte, resulta muy denso, muy caliginoso. Al costado de los Códigos van proliferando leyes especiales, reglas de excepción, leyes integrales (por ejemplo, las N° 19.580 y 19.574 relativas a la violencia hacia las mujeres basada en género, la regulación del lavado de activos, ambas de diciembre de 2017). Pero además la aprobación de los Códigos trae consigo varios problemas propios de derogación, de interpretación, de aplicación supletoria (un ejemplo de esto entiendo es el caso del proceso simplificado uruguayo), de compatibilidad con instrumentos internacionales, etc.
Las razones que agobian a los Códigos, que preocupan a los operadores, se pueden encontrar tanto en problemas atinentes al proceso de preparación o elaboración; como en lo que hace a la implementación.
Tanto la redacción-elaboración como la implementación de un Código Procesal Penal se ven alteradas por múltiples factores, siendo una zona de importantes conflictos técnicos (también conflictos de interés, o cuestiones políticas que se conectan a los conflictos técnicos, ya que un Código no es una mera obra académica, pero a eso no me voy a referir en esta ocasión).
En el caso de los conflictos técnicos, los consensos y disensos estarán al orden del día: las discusiones y tensiones entre acusatorio e inquisitivo, el alcance de la oralidad como regla técnica, la existencia o el propio elenco de vías alternativas y acuerdos en el proceso penal, jurados sí o jurados no (o en caso de jurados sí, en qué modalidades, o para qué tipo de asuntos), son ejemplos de esto.
Lo importante es dar los debates, pero hacerlo sobre la base de la libertad, el respeto, la tolerancia, la buena fe y las razones (aunque no descarto el papel de las emociones en el Derecho, el debate requiere de razones, de la capacidad de justificar técnicamente nuestras ideas).
Por otro lado, es muy cierto, y así lo he sostenido en algunas conferencias y trabajos, que hay algunos problemas de índole procesal práctico que hay que resolver con reformas legislativas que hagan a la simplicidad del Derecho procesal.
Estas reformas legislativas pueden ser necesarias para evitar criterios muy dispares entre tribunales, para otorgar cierta previsibilidad en lo que es el comportamiento de los litigantes y de las instituciones (lo he señalado, a modo ilustrativo, para propiciar ciertas modificaciones en materia de descubrimiento de prueba, sin desconocer la relevancia de los principios), para evitar dilaciones y discusiones formales que se podrían resolver rápidamente, o directamente evitar, con una modificación a los textos positivos.
Pero para aventurarse en esas reformas entiendo que resulta pertinente una adecuada y seria actividad de evaluación-diagnóstico y discusión técnica. Esta es una de las razones por las cuales dotar de recursos y presupuesto a la labor investigativa, estadística, académica es muy relevante; pues se puede utilizar como insumo por los actores que tienen posibilidad de incidir en el sistema de justicia para llevar adelante cambios.
Cambios que se espera que ayuden a mejorar lo que ya existe (y por ese motivo es tan importante la evaluación previa), y no a empeorar o complicar prácticas.
En ocasiones, las razones coyunturales apuran modificaciones que requerirían otro tipo de estudio, más calmo, más fundado. Tampoco suelen contribuir esas razones coyunturales a dotar a las propuestas reformistas de una visión macro, sistémica, de mediano y largo plazo.
Para finalizar esta primera parte. Agregar que hay ciertos fenómenos lingüísticos -cierta vaguedad, cierta textura abierta del lenguaje- que no son siempre perniciosos, sino que permiten, por ejemplo, asumir interpretaciones de alguna manera evolutivas en materia de garantías y derechos fundamentales, evitando atavismos y anclajes.
No se trata necesariamente de agregar más artículos al Código, más letras, más palabras, ya que no se pueden solucionar a priori todos los conflictos interpretativos ni prever todos los casos posibles.
Hay que tener claro que las reformas que se hagan, sean parciales o totales, van a generar nuevos problemas y dificultades.
II) En cuanto al segundo tópico a tratar aquí (el de la institucionalidad), quisiera destacar que el Código ha significado, significa y significará desafíos importantes para todas las personas e instituciones involucradas en el proceso penal.
Un Código requiere de solidez institucionalidad (concepto de instituciones sólidas que actualmente se recoge en el Objetivo de Desarrollo Sostenible 16, de las Naciones Unidas).
Un Código Procesal Penal con grandes pretensiones, que no respete la separación de poderes (tan cara al Estado de Derecho, y que reconocemos por ejemplo en el art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, o en los arts. 5 y 6 de las Instrucciones del año XIII), que sea aplicado en el terreno sombrío de la desconfianza a las Instituciones, la ausencia de profesionalismo, la falta de recursos adecuados para los operadores del sistema de justicia, no es un Código Procesal Penal que le llegue a los justiciables. En todo caso, lo que les llegará es una versión sumamente alterada, distorsionada del mismo.
Se deben fortalecer las instituciones que actúan antes, durante y después del proceso penal.
Veamos. Nos debería interesar el antes¸ el cómo se llega al proceso penal. Hay que favorecer las buenas prácticas en las investigaciones policiales, ya que esto nos permite prevenir o directamente evitar luego problemas procesales (por ej., en temas de prueba ilícita, conformación del cúmulo de evidencias y pruebas, dilaciones indebidas de las investigaciones y procesos, etc.).
También debemos fortalecer a quiénes son los encargados de cuidar o velar por los derechos y garantías de las personas durante el proceso penal: por eso es esencial una Fiscalía independiente, con un órgano jerarca cuya elección y duración en el cargo permita desprenderse lo más posible de las injerencias políticas; un Poder Judicial imparcial, una Defensa pública independiente y con presupuesto adecuado; así como una abogacía organizada (ahí está para el debate -no tiene sentido tomar partido ahora- el tema de la colegiación obligatoria y cuestiones vinculadas a esto).
Son los sujetos del proceso los que se ocupan que las garantías se tornen operativas y no queden en meros enunciados lingüísticos vacíos de contenido. Por eso en mi colaboración al libro he propuesto para el debate la discusión acerca de fortalecer la especialización en materia competencial creando una sala penal o -lo que entiendo sería constitucionalmente más factible- un Tribunal de Casación penal; así como he reiterado la necesidad de independencia institucional de la defensoría pública.
Y por último, el después… el después es fundamental. De nada nos sirve un Código garantista, respetar con celo los derechos hasta la sentencia de condena, si luego la ejecución se cumple en condiciones en las que la dignidad humana está en tela de juicio. Pensar qué podemos mejorar desde el punto de vista procesal sin acompañar todo esto con institucionalidad de calidad es propio de un procesalismo que se podría tildar de ingenuo.
En definitiva, siempre vamos a estar debatiendo sobre textos, sobre lenguaje, conceptos técnicos y sus matices (muchos matices), sobre opciones de política procesal, y sobre cómo se implementan los Códigos. Es cierto: no hay que aferrarse irracionalmente a los Códigos. Pero para modificar un Código (o hacerlo “reencarnar” en un Código nuevo) no sólo se requiere de una dosis de atrevimiento, también se necesita dosis importantes de rigurosidad, diligencia, seriedad, y pensar lo que pasaría el día, el mes o al año siguiente. No se trata de ignorar las discusiones o debates (que existen y son muchos), pero tampoco creo que sea hora de epitafios al Código.
El video de la presentación se puede visualizar también ingresando aquí, al canal de YouTube de Fundación de Cultura Universitaria: